El discurso oficial y la crisis en la UNAM
Renato González Mello

Reseña de Memoria, Congreso Internacional de Muralismo, San Ildefonso, cuna del Muralismo
Mexicano: reflexiones historiográficas y artísticas, México, UNAM-Antiguo Colegio de San Ildefonso,
1999, 357 p.

Regresar al Jardín de los Cerezos
 Julio de 1999

Es difícil para mí, como lo es para la mayoría de los universitarios, participar en un acto académico que se realiza durante esta larga temporada de discordias. Es, sin embargo, muy necesario. La memoria del coloquio internacional sobre el muralismo que se llevó a cabo aquí el año pasado es un libro útil. Lo es por la novedad de las ponencias que se presentaron, y también porque su diversidad mostró que estamos a punto de iniciar una revisión académica del muralismo. La diferencia que nos aleja fundamentalmente de las crónicas y críticas escritas en el pasado es muy simple: el muralismo no es, para nosotros, un fenómeno contemporáneo. Es parte del pasado, y como tal susceptible de disección erudita o de reinvención teórica.

No voy a referirme en lo particular a las ponencias, aunque quiero destacar el carácter interdisciplinario del esfuerzo. Las contribuciones de Álvaro Matute y Ricardo Pérez Montfort se ubican en un extremo del conjunto de especialidades que componen el libro: analizan los fundamentos de la crítica de arte contemporánea al muralismo y el surgimiento de una cultura nacionalista oficial. Otras ponencias ubican al muralismo en su contexto internacional, como la de Schifra Goldman y la de Enrique San Miguel Pérez, dedicada esta última a las influencias del "modelo mexicano" de pintura pública en España. El resto de las contribuciones analiza obras o aspectos concretos del muralismo propiamente dicho. Extrañé el texto de Raquel Tibol, cuya participación no se limitó, por cierto, a la lectura de su ponencia. Puso orden, intervino con vehemencia y, además, durante las comidas, nos ofreció con generosidad su charla. Sí está, felizmente, la participación de Adrián Villagómez, cuyo tono y contenido lo llevó incluso a una polémica en las páginas de La Jornada. Villagómez contestó a las objeciones de Raquel Tibol, Teresa del Conde, y a las que yo mismo le hice, con gran ímpetu polémico. El público le aplaudió más que a nadie. Lamentamos mucho que ya no esté aquí para proseguir el debate.



 
 
Dije que en estos días es difícil hablar sobre el muralismo. Ello no se debe solamente a la condición en que se encuentra la Universidad, sino al carácter mismo de la pintura mural. En los murales de Orozco, en los de Rivera, se expresa un proyecto educativo a cuyos estertores estamos asistiendo (y eso es gravísimo porque entonces se trata, también, de nuestros estertores). Un buen ejemplo del problema al que me refiero es que este recinto sea actualmente museo. Por cierto que, como tal, ha tenido exhibiciones de gran calidad; pero los murales se pintaron precisamente como alternativa, si no es que en oposición al museo y a todo lo que éste tenía (y tiene) de elitista. Se suponía que los murales irían al pueblo en la creencia, sin duda ingenua, de que el pueblo acudiría en masa a los recintos universitarios y burocráticos, y que ahí recibiría el mensaje redentor de los pintores. Se pueden levantar numerosas objeciones a esta idea, yo mismo he formulado varias, pero no hay duda de que los murales que hoy nos rodean sí contribuyeron a conformar la conciencia nacionalista de numerosas generaciones de estudiantes preparatorianos. Es pues una ironía que se haya optado por convertir este recinto precisamente en aquello que sus pinturas tratan de negar: en museo.

Si por algo extraño la ponencia de Raquel Tibol, es por la precisión con que ubicó el nacionalismo de los pintores en el contexto del liberalismo clásico mexicano: el de Prieto, Altamirano y el Nigromante. Ese origen le dio a la ideología de la revolución mexicana una confianza casi absoluta en el papel redentor de la educación. En este edificio hay murales que muestran a los ingenieros diseñando presas; pero los muestran junto a hombres que, sedientos de conocimiento puro, beben de un manantial. El agua del manantial simboliza un afán de purificación y, al mismo tiempo, renovación, que bien puede llamarse visionario, en el sentido en que lo son también, por ejemplo, las utopías y los relatos sobre el final de la historia.

José Clemente Orozco, La huelga, 1926, fresco, Antiguo Colegio de San Ildefonso.
José Clemente Orozco, Ingenieros, 1926, fresco, Antiguo Colegio de San Ildefonso.
José Clemente Orozco, Hombres sedientos, 1926, fresco, Antiguo Colegio de San Ildefonso.

El muralismo era crítico: negaba y cuestionaba muchos aspectos de la vida social, pero cifraba en la educación la esperanza de una afirmación superior. Hoy asistimos al enfrentamiento de dos negativas poderosas: la de una tecnocracia que ampara sus propósitos chatos detrás de las cifras, y la de una sociedad encolerizada que parece haber perdido la capacidad de proponer y conseguir objetivos concretos. El mundo del muralismo tuvo como contexto la modernidad, que puede definirse en términos tal vez demasiado generales y abusivos, como una creencia en que la historia redime y, al mismo tiempo, ordena y purifica. Ya no es nuestro mundo, pero nuestra posmodernidad es bastante amarga, porque todos los problemas que planteó el nacionalismo perdieron vigencia antes de resolverse. Pasamos de un régimen autoritario a otro, en el que la población ha perdido la confianza en la política, los partidos y los proyectos; pasamos del autoritarismo al desencanto posmoderno, sin conocer nunca la democracia.

Pero si ahora podemos sentirnos ajenos al racionalismo a ultranza del mural de Rivera en el Anfiteatro Bolívar, y podemos en cambio sospechar que las caricaturas de Orozco aluden vagamente a nuestra situación, es porque ésta tiene algo semejante a la de aquellos pintores. Vivimos la farsa que sigue a la tragedia. La historia se repite para aplastar los propósitos que le dieron origen: se repite para terminar. Lo que termina no es La Historia, en general, sino esta historia, la nuestra, la que de alguna forma nos hace creer que tiene algún sentido para nuestra Universidad hablar sobre los murales frente a los murales mismos, como si éstos tuvieran algún poder taumatúrgico y pudieran, reviviendo su epopeya, disipar nuestros graves problemas.

Creo, sin embargo, que se trata de una ilusión. Si algo nos aleja de los muralistas es la abundancia de nuestras dudas y el exceso de sus certidumbres. Estas últimas les permitieron llegar a la acción directa y a la creación de símbolos casi absolutos. A nosotros nos está vedado ese camino porque hemos perdido la candidez que permite la acción, porque estamos enredados en los procedimientos y hemos perdido de vista los contenidos.

Es muy remoto que la Universidad vuelva a vivir algo parecido a la época vasconcelista. Ya no habrá murales, ya no habrá profetas. La Universidad ha dejado de ser el campo donde se dirimían las principales disputas simbólicas de la Nación. Hoy, más que nunca, la Universidad es prisionera de la medianía de sus problemas internos. Y en una universidad de mudos y de sordos, las artes no van a recuperar el don profético que tuvieron en los años veinte. Lo que puede revivir, y lo que sí nos va a servir para salir adelante, es el pensamiento crítico. Que así sea.
 
 

Regresar al Jardín de los Cerezos